miércoles, 29 de agosto de 2012 2 comentarios

La música como terapia.


Hace pocos días, escudriñando mi colección de discos, cogí uno de esos que , sin saber por qué tienes ahí guardado. Tengo muchos discos que un día compraste porque escuchaste una canción en la radio, te gustó, te lo pillas y al final sólo escuchas esa canción o ni siquiera eso. El caso es que al final te encuentras que tienes una gran cantidad de discos que no has escuchado enteros. Asignaturas pendientes que la vida te va creando. Ni eso. Tú te las vas creando. El caso es que cogí ese disco, me lo llevé a trabajar con la curiosidad de cuál sería la canción escondida de ese disco. Tras varias pistas en las que descubres cosas curiosas, esta me suena… esta es un rollo.. esta… esta… ¡¡¡ ESTA ¡¡¡. Me ocurrió lo que hacía años que no me pasaba. Descubrí cual era la tecla “repeat” del reproductor y escuché la canción una y otra vez. “Ya está bien por hoy. No quiero hartarme de ella” y cambiabas de disco pero inconscientemente volvías a el y volvías a dar a la tecla 3. Y vuelves a descubrir el secreto de la música. El porqué de esa cultura que a algunos les es indiferente, a otros les agrada, a otros les entusiasma y a otros nos hace falta como el aire. Vuelves a descubrir por qué hace años renunciaste a muchas cosas por ir a un concierto, por comprarte un disco, una guitarra, por ir a un garito solo por la música que ponían… Renuncias a tiempo con “los tuyos” por estar a solas con tu compañera a la que, no sabes la razón, le has puesto un nombre (la mayoría de las veces un poco hortera) y que pasito a paso te cuenta más cosas que cualquier persona a la que deberías de querer por el hecho de pertenecer a tu familia, a tu círculo de “amigos”. El instrumento es el perro fiel de un músico: Por mucho que le maltrates, que no le des tiempo y ni siquiera te fijes que está ahí, en el momento menos pensado te da un lametazo y te implora sólo un poquito de cariño. Sin pedirte nada a cambio.  La música, lejos de adjetivos, siempre está ahí. Inconscientemente la escuchas continuamente. Los padres de nuestra generación no se quejan de “esa música de pelujones piojosos” cuando se camufla tras los tiros y los ruidos  de una película de acción. Todo el mundo se acuerda de “ese” anuncio que tenía la musiquita de… Los centros comerciales manejan tu velocidad dependiendo de la música de ambiente que les interese en cada momento. Los atascos son menos atascos cuando pones la emisora musical. Sin embargo la gente se altera más cuando pone la emisora de debates sobre la situación actual de este mundo que nos ha tocado vivir. Servidor, como uno más que soy también me he dejado llevar por esa atmósfera derrotista que nos empapa y que nos obliga a aceptar cosas que en otros tiempos jamás habríamos aceptado. Me he visto envuelto en la vorágine de consumismo que nos ha atado a una hipoteca y a una forma de vida que, lejos de hacernos más felices, nos obliga a tomar decisiones que no queremos. Si además, como yo, te cuesta cada día más decir la palabra “no”, la cosa se complica. Recientemente, alguien me comentó, hablando de un individuo digamos, un tanto “desechable”, que había gente en el mundo que, sin que nos demos cuenta, nos absorben la energía. Y yo cada día estoy más convencido de que es verdad. Y el problema es cuando esa persona/as están muy cerca de ti y además no sabes decir “no”. Al final descubres que la única forma de recargar las pilas termina siendo volver atrás y recurrir a tu terapia aunque solo sea unos minutos al día. Y vuelves a esa canción que te recuerda aquellos tiempos, aquellos sitios, aquellos amigos, aquellos momentos. Y te hacer volver a dar otro pasito antes de tirar la toalla, una vez más… Y coges a tu compañera entre tus manos e intentas una vez más sacar algo coherente entre sus cuerdas. Y  descubres lo bien que suena esa cancioncilla de la que alguna escribiste los acordes en un cuaderno que tenías olvidado entre las diez mil millones de cosas “imprescindibles” que tienes en tu casa. Y si alguien te pregunta “¿Qué tres cosas te llevarías a una isla desierta?” tu respondes “ Mi guitarra y las otras dos cosas te las regalo a ti”. Bueno, no. También me llevaría a mi gatita para que conozca el mar. Hace años, la última vez que vi a mi abuela antes de morir, con alzhéimer, entré a su habitación de la residencia y pude observar que lo único que tenía en ella después de toda una vida matándose a trabajar era un osito de peluche y una foto de mi hermano con sus nietos los pequeños. Y te planteas si realmente es necesario guardar tantas cosas para, al final acabar así. En mi habitación de la residencia no habría ninguna foto. Sólo estaríamos mi guitarra y yo. Eso sí, tendrían que aceptar animales, porque si no Luna se pondría celosa. No tendría todos mis discos, ni equipos de música, ni fotos de familiares, ni adornos horteras de viajes. Al final lo que te llevas es lo que hay en tu cabeza: Canciones, aquel paisaje desde el mirador de Ézaro, aquella chica cantando “White flag” en la cubierta de un barquito… la mirada orgullosa de mi madre, el primer beso… Por eso, después de mucho tiempo sin aparecer por aquí vuelvo, eso sí, esta vez sin promesa de continuidad, a escribir sobre aquello que me hace respirar, vivir, sentir, reír, llorar, pensar…

 

Perdón por la tristeza.
 
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