jueves, 17 de marzo de 2016 0 comentarios

Tengo un gurú metido en una caja. O José Antonio Abellán

Si. Tengo un gurú metido en una caja. Aunque realmente lo tengo metido en muchos sitios. Antiguamente estaba en una caja. Esta caja se ponía en un lugar principal de la casa. Antes de que yo naciera todo el mundo la tenia en la habitación principal, normalmente el salón. Después llegó la televisión y le quitó el sitio aunque no la importancia. Mi madre tenia esta caja en la encimera de la cocina. Era negra, con un asa abatible y una antena que se ocultaba en la parte trasera. Tenia, como no, una cajita llamada pletina donde metías las cintas de casete. Si. Esa caja se llamaba radio. Desde pequeño mi madre tenia puesta la radio a todas horas. Escuchaba al gran Luis del Olmo. Todavía recuerdo el debate sobre el estado de la nación con Luis Sánchez Pollack (Tip), su eterno compañero Coll, Chumi Chumez, Antonio Mingote,  Alfonso Ussia, Manuel Summers... Seguramente de todo aquello viene mi afición a la radio.

Más tarde, cuando dejé el instituto para ponerme a trabajar descubrí a mi gurú. Ponía música maravillosa y nos hacía reír continuamente. Importó a España el concepto de "Morning show". Y realmente era un verdadero show escucharle. Y lo sigue siendo. Me refiero a José Antonio Abellán. Siempre ha ido por delante de los demás. Decía Ferenc Mate "si vas a copiar, no seas tonto y copia al mejor". Abellán importó los programas matinales de radio de los Estados Unidos, un formato hasta entonces desconocido en España y lo adaptó hasta crear su propio formato. Y el resto no han sido tontos y no han hecho más que copiarle. Esos que ahora se las dan de ser los más importantes de la radio son solamente una brizna de betún en los zapatos de Abellán.  Muchos se ríen de las bromas telefónicas de ciertas emisoras pero no son más que una copia (en ocasiones muy barata) de algo  que José Antonio hacía hace bastantes años, con mucha más exquisitez y clase, por cierto. Eran bromas blancas, sin necesidad de cabrear a nadie  (aunque alguno lo hiciera) y al final todos reíamos.  Ha sido duro  cuando ha tenido que serlo y ha denunciado todo aquello que no le parecía bien. Luego cada uno podía estar de acuerdo o no, pero el defendía su opinión y su ideal. Hasta el límite que, ahora, se ha comprado su propia emisora en la que puede hacer lo que más le gusta hacer: lo que le da la gana. Durante años le perdí porque se pasó a la noche y a los deportes donde la lió parda y siguió inventando formatos. Yo sin embargo le echaba de menos por la mañana, dando lecciones de música y enseñándonos a escuchar sin prejuicios. Lo mismo le daba descubrir a Triana Pura que a Alejandro Sanz. A Ella Baila Sola que a Rosana.  A Tontxu (lo siento Abe...) que a La yerba del parque. Nos hacía disfrutar, reír, bailar, cantar,  e incluso si era necesario, llorar. Y ha vuelto.  Ha sido una de las mayores alegrías que he tenido en los últimos años. Me alegra las mañanas, me ayuda a levantarme para ir a trabajar y me emociona en cuanto se lo propone. Le debo mucho. Le debo mil risas, dos mil descubrimientos,  diez mil mañanas, cien mil canciones. Y un millón de abrazos. Permitame maestro que, si un día le encuentro en algún lugar de El Tiemblo,  le moleste dos minutos para hacerme lo que nunca me he hecho con nadie: un odioso selfie en el que apareceré orgulloso de compartir marco con mi gran referente radiofónico. Con una de las personas que mejor me lo ha hecho pasar en mi día a día.  Con una de las personas a las que más admiro. Y Permitame además que le de un abrazo. Un abrazo de admirador, de colega, de amigo. Porque aunque no te lo creas así te considero. Un gran amigo. Y las gracias. Gracias por todo. Que sepas que muchos te seguiremos allá donde vayas y que, por mi parte nunca te va a faltar este oyente fiel. Lo dicho: millones de gracias amigo. 

Puedes escuchar cada día a José Antonio Abellán en La Jungla 4.0 en Radio 4G.

miércoles, 20 de enero de 2016 0 comentarios

El fin de la vieja guardia

Se llaman Emilio y José pero podrían llamarse de cualquier otra forma. Podrían llamarse como cualquiera de nosotros. José lleva una badana en la cabeza aunque con ella no pretende esconder sus ideas. El resto de sus accesorios las dejan claras. Emilio es su hermano gemelo. Nacieron en 1966, en una época en la que los valores servían para algo. Aunque sólo fuera para correr delante de los grises con clase y categoría.  Llevaban el pelo largo cuando eso significaba ser un delicuente y caer bajo las hostias de un madero que se amparaba en la ley de peligrosidad social. Y siguen llevándolo largo. No se dejan llevar por las modas ni por aquello que les impone la televisión.  Porque no tienen televisión.  Tienen principios. Algo que no está de moda.

Siguen aparcados delante del edificio que ocupaba hace años la tienda Madrid Rock. Eran otros tiempos. Por aquel entonces la música significaba otra cosa. No se trataba de acumular. Se trataba de disfrutar. Las carencias económicas te hacían mucho más selectivo. Solamente te comprabas un disco cuando era de un artista muy concreto. Y si no se pirateada.  Si. Se pirateaba.  Te ibas a la plaza de Lavapiés o al Rastro y buscabas al piratilla de guardia que te daba una cinta de casete con una fotocopia de la portada. O si no lo encontrabas siempre había algún colega que se lo había comprado y te hacia una copia. Era el Emule de los 80. Además había tiendas en las que vendían discos. Si, si. Eran una especie de Primark que, en lugar de tener ropa tenia vinilos y casetes. Y precisamente ahí,  donde están posando Emilio y José era donde estaba la tienda de discos más grande de Madrid en los 80. Madrid estaba lleno de tiendas de discos. Justo a la vuelta de este establecimiento estaba la calle Tres Cruces. Todos los locales de esa calle eran tiendas de discos de segunda mano donde siempre podías encontrar joyas descatalogadas o restos de serie a precio de ganga.  Y cuando llegabas a casa había otra serie de liturgias. El quitarles el plástico que los envolvía.  El pasarles un cepillo de terciopelo para quitarles el polvo y el posarle suavemente la aguja del tocadiscos sobre los surcos de la primera canción. Y ese chisporroteo que iba desapareciendo poco a poco hasta que sonaban las primeras notas. Cada uno tenia sus liturgias. La más común era tumbarte en la cama con las letras de las canciones y disfrutar una a una de todas y cada una de ellas. Yo tenía un divertimento que echo mucho de menos. Llegaba a casa con el disco recién comprado. Lo abría.  Sacaba el libreto y antes de poner el disco leía las letras y me imaginaba como era la canción. "Esta es una balada. La segunda es un rock enfurecido. Y la tercera es... un ritmo medio que va in crescendo hasta romper los altavoces". Casi nunca acertaba. Y en el caso de Sabina era prácticamente imposible porque lo mismo te hacia un rock que un bolero. Pero José y Emilio lo tenían claro. Tenían claro que los rockeros van al infierno y que en cada concierto de rock and roll las campanas doblan por Bon Scott, por Janis,  Lennon, Allman,  Hendrix, Bolham, Bonham, Brian y Moon. Es curioso. Me estoy refiriendo continuamente durante toda esta parrafada a "liturgias", "doblar de campanas"... Todos términos religiosos. Y es que, para ellos como para mucha gente, la música es tan grande como una religión.  Una religión que además mueve muchas más personas que las "verdaderas" religiones. Igual que la fe católica ha sido capaz de hacer que el hombre construya catedrales, pinte cuadros o encabece cruzadas, la música es capaz de construir  conciencias, pintar sueños y encabezar revoluciones. José  y Emilio encabezan su propia revolución frente a un local, que antes vendía sueños y ahora los financia a cómodos plazos. Ya se organizan viajes desde otras provincias para visitar la cumbre de los sueños del consumismo. Se han perdido las liturgias, los vinilos, los cepillos de terciopelo. En definitiva, los sueños. Ellos son la rara avis en un mundo que cambia la cultura y el arte por consumo de masas y gasto desmedido. Ellos son la resistencia que ya no existe en el mundo que ya no sueña. Ellos son el último bastión de una generación que ahora cuida de sus hijos olvidando las locuras de su adolescencia. Aquellas locuras  que algún día les hicieron vivir con la mayor intensidad. Con la mayor dosis de felicidad.  Como un chute de vida que entraba por una aguja y salía por unos altavoces.

 
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